IGLESIA Y ESTADO.
Realmente hay veces en que siento que no viviéramos en pleno siglo XXI, pues no solo los estados en Latinoamérica, sino, también, un sector importante de la población y de la opinión pública, validan la intervención de las iglesias (las muy humanas instituciones administradoras de lo religioso), en cuestiones en las que no les compete intervenir.
Así, su intromisión va desde ser mediadoras en los conflictos sociales, hasta de ser apoyo en la lucha contra la pobreza, desde prestar asistencia en situaciones catastróficas, hasta intervenir en el debate político de la sociedad. Hechos con los que se revela la incapacidad de los estados latinoamericanos, para hacerse cargo del manejo de la sociedad y de la resolución de los problemas que la aquejan.
Claramente no estamos en los estados religiosos de la antigüedad (teocracias), ni en los estados clericales de la Europa de las edades media y moderna, pero, por lo mismo, no hay justificación para que en una sociedad moderna, las iglesias cristianas, u otras instancias administradoras de la religión, intervengan en el manejo y la administración de la cosa pública.
Se supone que desde finales del siglo XVIII, el estado moderno conlleva a una separación de la iglesia y el estado, separación que, en la actualidad, es real en muchos estados del llamado primer mundo, pero que entre los latinoamericanos es meramente formal.
Durante el siglo XIX, se encuentran los estados confesionales, en los que hay una religión oficial, pero, también, cierta separación entre la iglesia y el estado. En estos casos, el estado se adhiere a una religión específica, motivo por el cual, la intervención del clero en los asuntos en asuntos de estado es notable, al grado de que los servicios religiosos son servicios públicos, sus oficiantes son funcionarios y existe una dotación presupuestaria para la iglesia oficial. Bajo estos estados, la libertad de cultos (la práctica religiosa), la libertad de creencias y la libertad de conciencia se permiten, aunque están limitadas en mayor o menor medida, dependiendo de cada estado confesional.
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Ya en el siglo XX, surge el estado aconfesional, estado en el que la separación entre la iglesia y el estado es mayor. Bajo estos estados, el gobierno, oficialmente, no se adhiere a ninguna religión específica (no hay religión oficial), pero no rechaza la colaboración con los distintos credos, es decir, se firman convenios de cooperación con distintas comunidades de creyentes (como los concordatos con la iglesia católica). Se supone que en estos estados, la libertad de cultos, la libertad de creencias y la libertad de conciencia son reales y están consagradas en las respectivas legislaciones (especialmente en las constituciones).
Con el estado laico se supone que la separación entre iglesia y estado es total, supone no solo la nula injerencia de cualquier organización o confesión religiosa en el manejo y la administración del estado, sino, también, la expulsión de todo lo religioso del ámbito de lo público. Esta visión se basa en el postulado ideológico, de que la religión es una exclusiva cuestión de conciencia, motivo por lo cual, debe quedar restringida al ámbito de lo privado. En un estado laico hay una plena libertad religiosa, pero la política de estado es secularista, es decir, que el estado promueve no solo la independencia del poder político del tutelaje de las organizaciones e instituciones religiosos, sino, también, la independencia de la sociedad (de lo político y de lo público) de toda influencia eclesiástica o religiosa.
Se encuentra, igualmente, el estado ateo. Bajo este último tipo de estado, se invierte la situación habida en el estado clerical y/o confesional, pues el estado se torna hostil hacia la religión. Las políticas de estado van encaminadas a promover el ateísmo, el anticlericalismo y la irreligiosidad. En consecuencia, las organizaciones e instituciones religiosas son objeto de persecución por parte del estado. Así, se dan situaciones en las que el gobierno interviene en cuestiones religiosas e incluso, proscribe la religión.
Esta aclaración de los tipos de estado frente a la religión se hace muy necesaria, pues mucha gente confunde el estado aconfesional con el laico o peor aún, confunden el laicismo con el ateísmo.
En ese sentido, se encuentra gente que se dice laica, cuando apenas propugna postulados propios de un estado aconfesional y cuando se encuentran con un verdadero laicista, lo tachan de radical.
Así, muchas y muchos que se dicen laicos, toleran que las diversas iglesias cristianas expresen públicamente sus opiniones confesionales, cuando ello es contrario, por completo, a lo que supone un estado laico.
Imagen tomada de: actualizate.blogspot.com
Bajo estas circunstancias, el modelo de estado más compatible con una democracia es el laico, pues este tipo de estado asegura la plena igualdad de los ciudadanos al margen de sus creencias religiosas, además de conjurar la posibilidad de que cualquier organización o institución religiosa, sea por los motivos que fuera, llegue a imponer sus criterios confesionales al estado y a la sociedad (así, si la iglesia católica participa de las políticas educativas o en las que tratan sobre la problemática de la pobreza, ¿por qué no pueden participar, igualmente, de las políticas referidas a la sexualidad, al género o a la familia?; si las iglesias cristianas pueden ocupar el espacio público a discreción, como lo hacen en procesiones o en ceremonias en calles y plazas ¿por qué no pueden participar en las políticas referidas al ámbito público?).
Lamentablemente, en Latinoamérica, mucha gente no es consciente de lo que significa un estado laico y gracias a ello, las iglesias cristianas, principalmente la católica, se pueden oponer a la implantación de un estado semejante, pues ellas si son conscientes de lo que significaría un gobierno laicista (después de todo, tienen la experiencia histórica de movimientos anticlericales en Francia, España, México, etc.).
Mientras no se implante un estado laico real (de ninguna manera un estado aconfesional), el peso de las creencias, opiniones e ideas confesionales y eclesiásticas seguirán obstaculizando la plena igualdad ciudadana y, peor aún, seguirán jugando un rol decisivo en las políticas de estado y en el desenvolvimiento de las sociedades.
Ho Amat y León.